Philippe Perrin, Gun, 2002 |
Para quien cada exposición es una pequeña muerte, y cada obra un nuevo nacimiento, el arte no puede ser otra cosa que un constante desafío. Y es precisamente ese el principio creativo de Philippe Perrin. Sus piezas constituyen un reto al intelecto, en cuanto manipula las imágenes, subvierte los signos y altera los límites entre realidad y ficción. Ello se debe a que concibe al arte como una manera de provocación tanto a la sociedad, como al propio arte y a sí mismo; y por lo tanto, en el medio idóneo para emitir juicios visionarios.
Su trayectoria creativa está marcada por un fino enlace entre pasado y presente, como en una especie de retroalimentación donde el artista construye su nueva realidad. «Nuestro pasado es nuestra historia, nuestra historia es nuestra cultura, nuestra cultura forma nuestras referencias y nuestras armas», y viene a ser el arte, entonces, un arma de expresión para Philippe Perrin y la violencia, un código representativo. Enuncia la violencia en sus diversas aristas: policial, social, deportiva, religiosa y personal, y les da a todas un matiz particular y las vincula a su marco de experiencia, puesto que cada obra es, en la mayoría de los casos, un autorretrato del artista. En ocasiones se devela bandolero (WC, 1992), boxeador (My last fight, 1990), asesino (Starkiller, 1991), en fin, protagonista de sus propias denuncias.
La expresividad de sus piezas no radica solamente en lo sugestiva que puede ser la imagen por el tema tratado, sino también en las dimensiones para las cuales concibe sus obras. Trabaja diversos soportes, como el dibujo, la fotografía, el video, la escultura y la instalación, y se mueve cómodamente en ellos para extraerles las posibilidades comunicativas de cada uno. Sus fotografías, por ejemplo, adquieren tamaños gigantescos, y apelan a los valores expresivos del contraste blanco y negro. Igualmente, sus instalaciones comprometen grandes espacios, en una suerte de hacer al público partícipe de hechos vinculados, casi siempre, a la violencia humana (Bloodymary, 1993); por otra parte, explota la potencialidad del color en algunos de sus trabajos, para apelar a la estética Pop (Son of the bitch, 1990).
En esta línea pudiera decirse que existe cierta semejanza con la manera en que Andy Warhol nos presentaba esas series de fotografías de violencia tomadas de los mass media. Perrin construye escenarios de crímenes que parecen sacados de una noticia televisiva, nos presenta un hecho ficticio o quizás no, pero hace que el espectador traslade ese referente a su experiencia vital.
Asimismo, sus esculturas extienden ese ambiente a partir de la selección de determinados objetos que proyecta a una escala sorprendente. De la misma forma que toma atributos religiosos como anillos, rosarios y coronas de púas, elige esposas gigantes, shuriken, hojas de afeitar, navajas, escalpelos y armas de fuego (Uzi, Beretta, AK 47). Por lo que el arte de Philippe Perrin no halla límites para su expresión, es tan desafiante en su lugar de origen como al otro lado del mapa geográfico. México, por ejemplo, ha sido uno de los escenarios que ha escogido este artista para desarrollar su obra. Un espacio donde la violencia en diversos sectores estima cifras elevadas, no le podría ser más cercano y sugestivo.
Asimismo, sus esculturas extienden ese ambiente a partir de la selección de determinados objetos que proyecta a una escala sorprendente. De la misma forma que toma atributos religiosos como anillos, rosarios y coronas de púas, elige esposas gigantes, shuriken, hojas de afeitar, navajas, escalpelos y armas de fuego (Uzi, Beretta, AK 47). Por lo que el arte de Philippe Perrin no halla límites para su expresión, es tan desafiante en su lugar de origen como al otro lado del mapa geográfico. México, por ejemplo, ha sido uno de los escenarios que ha escogido este artista para desarrollar su obra. Un espacio donde la violencia en diversos sectores estima cifras elevadas, no le podría ser más cercano y sugestivo.
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