06 julio, 2013

“Hago arte para no suicidarme”, dice la artista japonesa cuya obra deslumbra en el Malba. Aquí, un recorrido por la muestra y por su vida cargada de tristeza, que ayuda a comprender su producción a lo largo de seis décadas y su papel clave en la vanguardia artística de Nueva York en los años 60.


CLARIN.- Era una lucha tras otra: conseguir comida como para pasar el día; sacar monedas de donde no las tenía para poder pagar pinturas y telas; problemas con Inmigraciones acerca de mi visa; la enfermedad… Muchos vidrios de mi estudio estaban rotos. Mi cama era una puerta vieja que alguien había dejado tirada en la calle, y tenía una sola sábana. Mi loft estaba en un edificio de oficinas en la zona comercial, entonces las estufas se apagaban a las 6 de la tarde. Nueva York está casi tan al norte como la isla Sakhalin, y en ese departamento me helaba hasta los huesos, desarrollando dolor en mi abdomen. No podía dormir, me levantaba de noche y pintaba. No tenía otra forma de enfrentar el frío y el hambre que la de empujarme a mí misma dentro de una escalada de trabajo cada vez más intensa.” Así relata Yayoi Kusama –probablemente en este momento una de las artistas más increíblemente famosas y ricas del mundo, recientemente contratada para diseñar, a sus 84 años, para la marca Louis Vuitton–, sus comienzos como pintora inmigrante japonesa en los Estados Unidos, en La red infinita , su apasionante autobiografía (accesible sólo en inglés y aún no distribuida en nuestro país). Era el final de la década del 50 y principios de los 60. El hippismo, la psicodelia, el amor libre, las drogas, el feminismo, el pacifismo, los nuevos reclamos por los derechos civiles, en fin, toda una fuerte contracultura, era el movimiento al que los jóvenes norteamericanos comenzaban a adherirse cada vez en mayores cantidades. Hay que imaginarse, entonces, a una artista de 27 años, recién llegada a Nueva York, salida de Matsumoto, un pueblo japonés tradicional, perteneciente a una familia estricta y conservadora, aterrizando –casi sin dinero– en la gran ciudad. No era una mujer cualquiera: arrastraba un historial familiar de dolor y terror, y las lógicas secuelas que nunca pudo –a pesar de su tremenda inteligencia– sanar: las de la enfermedad emocional y mental. Sepamos, también, que Yayoi venía de un Japón post Pearl Harbor, post bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, post Segunda Guerra Mundial: después de 1941 allí sufrieron muertes horrorosas y severas privaciones, entre otras gravísimas consecuencias.

Detalle: cuando tomó el avión a Estados Unidos, específicamente a Seattle, donde haría su primera muestra –”la nave estaba vacía salvo por dos chicas americanas, una novia de guerra y yo”, recordará más tarde la artista–, previsora, práctica, Yayoi llevaba sesenta kimonos de seda para revender, además de dos mil dibujos y pinturas sobre papel pertenecientes a su primera época, como los que ahora pueden verse en una de las salas de la exposición Obsesión infinita en el Malba. Semiabstractos, dejando al descubierto una gran influencia del surrealismo –movimiento conocido en Japón gracias a las revistas especializadas locales que difundían el arte europeo de la época (décadas del 40 y del 50), como Mizue y Atelier–, las obras podrían ser vistas microscópicas de células, de criaturas pequeñas y extrañas, de espermatozoides; o tramas aumentadas. Utilizando las técnicas innovadoras del momento –el frottage y la calcomanía, ambas de filiación surrealista–, y atestiguando el pasaje hacia el surrealismo desde los métodos de la pintura japonesa tradicional, Kusama creó miles de gouaches, óleos, acuarelas, acrílicos, pasteles y tintas sobre seda, tela y papel, que quizá no son tan conocidos ni impactantes como sus instalaciones inmersivas o sus obras con lunares, pero sí son muy originales y con un fuerte halo místico alrededor; exquisitos. Se exhiben en la primera sala del Malba. Allí aparecen claritas las referencias europeas que la artista contempló durante su juventud temprana en Japón, a la distancia: Joan Miró, Max Ernst, Paul Klee, André Masson. Y también algunos de los patrones formales que repetirá durante toda su vida: la célula, el punto, el lunar. Así lo observa la inglesa Frances Morris –junto con Philip Larratt-Smith, curadora de la muestra y jefa de Colecciones Internacionales de la Tate Modern de Londres–, en el texto sobre Kusama que pronto publicará el museo local en un catálogo bilingüe acerca de la exposición.

Estas obras exhibidas en el primer espacio del Malba significan un paso, una transición hacia el surrealismo, hacia la experimentación; cinco vueltas más de tuerca en la búsqueda de Yayoi por apartarse –mientras todavía vivía en su país– de la pintura Nihonga, un tipo de pintura japonesa tradicional nacida de la observación del natural, ésa que la joven artista había estado aprendiendo durante sus años en la Escuela Municipal de Artes y Oficios de Kioto. Y si bien éste había sido un aprendizaje muy preciso, asistir a él le había permitido a Yayoi alejarse de la casa familiar –en la que, veremos, reinaba el horror–, durante dos años. Corrían entonces los años 47 y 48; Yayoi tenía 16 o 17. Vivía junto a un poeta haiku, su mujer y sus dos hijos, en las afueras de la ciudad, y pasaba casi todo el tiempo encerrada en su cuarto, pintando un motivo que volvería a aparecer a posteriori, recién en la década del 80 y con una Yayoi con muchísimo más mundo por fuera y por dentro: el zapallo.

Volvamos un poco a esa primera Nueva York que recibe a una japonesa joven, pobre, arriesgada. Una Nueva York cuya escena artística, además, era dominada por los hombres. Era muy difícil ser mujer, artista e inmigrante en ese contexto. Por eso, volvamos a la escena de una Yayoi recién llegada, que se encuentra con este panorama. Ella estaba, por sobre todo, ávida de apertura, de aprendizaje, de vanguardia; y de triunfo. Porque si hay algo que nunca abandonó a Yayoi fue ese fuerte y obsesivo deseo de triunfar. Sí, también señaló esa obsesión Frances Morris, la curadora de la muestra en el Malba (también fue la curadora de la gran retrospectiva de Kusama en la Tate Modern el año pasado). Ella subraya esta obsesión de Kusama por la fama como una de las características más fuertes de su mundo.

Hay otra cosa fundamental: Yayoi llevaba consigo a Estados Unidos esa carga interna que siguió arrastrando toda su vida y con la que aún hoy convive: su enfermedad, mezcla de depresión, neurosis obsesivo-compulsiva y alucinaciones. “Adicta al suicidio”, la describe, de manera contundente, el curador Larratt-Smith. “Kusama me confesó el año pasado, cuando estuve con ella en Japón, que estaba cansada de sufrir y que quería morirse; por este motivo, sus enfermeras no le dan siquiera un cuchillo para cortar una manzana”, comenta ahora el curador acerca de la artista.

En directo desde Japón, la artista responde en entrevista con Ñ:

Yayoi, ¿piensa que es posible superar el dolor?
Vengo pensando en suicidarme desde que era muy pequeña. Hago arte para intentar salirme por fuera de esa idea. Mi producción artística es para sobrevivir al dolor: por eso creo mis obras, para sobrevivir al deseo de muerte; pero luego el dolor vuelve a mí una, y otra, y otra vez. Y siempre lo recibo haciendo arte. Sigo, todavía, en ese proceso de repetición. Pero voy a mantenerme luchando. Sólo me daré cuenta que la lucha terminará, el día en que llegue mi muerte.

Si usted no pudiera seguir siendo una artista, ¿a qué se dedicaría?
Me suicidaría. 

Si pudiera volver a 1957 y elegir si partir o no hacia Estados Unidos, ¿lo volvería a hacer?
Comparado con los días que estaba viviendo en esa época, creo que crecí como persona. No importa cuál sea el lugar –Japón, América o cualquier otro en el mundo–. Donde quiera que esté, es mi vida –muriendo de a poco– la que importa, creando obras cada día. Ahora vivo en Tokio y hago mis trabajos desde Japón para el público de todo el mundo. También me encuentro conectada con el mundo entero a través de documentales y películas sobre mi vida, que dan cuenta de mis actividades. La Tierra entera devino el campo de mi batalla artística.

Si fuera posible buscar las raíces del dolor permanente de Yayoi en alguna parte de su biografía, esos períodos son, sin dudas, su infancia y su adolescencia. “Nacida en un hogar imposible, con padres que no se llevaban bien; criada en medio de las tormentas cotidianas que enfurecían a mi madre y a mi padre; atormentada por una angustia obsesiva y por miedos que derivaban en alucinaciones visuales y auditivas, asma y luego arritmia, taquicardia y la ilusión de ‘ataques alternativos de alta y baja presión’, más la sensación de que la sangre inundaba el cerebro un día y se escurría al siguiente, esos episodios de desorden mental y nervioso, por los que sangraban las heridas que me había dejado una adolescencia oscura, son la fuente fundamental de mis creaciones artísticas”, comenta Kusama en su autobiografía. Más tarde, agrega: “Cuando era niña, mi madre no se daba cuenta de que yo estaba enferma. Así que me pegaba, me abofeteaba, creyendo que decía disparates. Me pegaba tanto que hoy la meterían presa. Solía encerrarme con llave en el depósito, sin comida, durante la mitad del día. No sabía nada de la enfermedad mental infantil.” La artista describe a la madre como una empresaria perspicaz, terriblemente trabajadora y ocupada, que llevó adelante el vivero familiar con éxito. Sin embargo, también declara que era extremadamente violenta. “No le gustaba verme pintando, y destruía las telas en las que estaba trabajando. Pinto desde los diez años, cuando tuve mis primeras alucinaciones”, confiesa Yayoi. Desde muy chica la artista andaba siempre con un libro de bocetos bajo el brazo. “Un día estaba sentada en medio de un campo de violetas y levanté la vista, notando que cada una de ellas tenía su propio rostro, una expresión humana. Atónita, escuché que me hablaban. Las voces fueron aumentando rápidamente en número e intensidad, hasta que su sonido lastimó mis oídos. Estaba tan aterrorizada que mis piernas temblaban.” Cuando algo así pasaba, rápidamente, Yayoi corría a su casa y lo dibujaba. Durante esos momentos estaba inmersa en su propio mundo. “Tuve muchos cuadernos de bocetos que documentaron mis alucinaciones –explica ahora Yayoi–. Este es el origen de mis obras.” “Los psiquiatras para niños no eran aceptados en ese momento, como lo son hoy en día –recuerda la artista– por lo que entonces tuve que arreglármelas por mi cuenta con lo referido a la ansiedad, y no decir nada acerca de las alucinaciones y visiones que me abrumaban. No había nadie a mi alrededor con quien pudiera hablar acerca de lo que me estaba pasando”. Sus padres se encontraban demasiado concentrados en su propio denso mundo, como para notar el llamado desesperado de la niña; y la envolvían en ese terremoto mental. La madre de Yayoi la obligaba a seguir a su padre durante sus permanentes citas con amantes, atestiguarlas y luego relatárselas, para más tarde descargar su furia sobre Yayoi y no sobre el padre.

“Todo era exasperante, injusto y –literalmente– enloquecedor. Era como si ya hubiera perdido la esperanza en mí y en mi entorno desde el momento en que estaba en el vientre de mi madre. Pintar era una suerte de fiebre nacida de la desesperación, la única manera de seguir estando viva en este mundo.” Cuando Yayoi llegó a Nueva York todo esto mantenía vigencia: en su estudio de Chelsea –un barrio que entonces era epicentro de la vanguardia artística de Manhattan–, pinta y pinta sobre metros de tela –cinco, diez, quince– sin cortar, instalados directamente sobre la pared o el piso; y no distingue dónde comienzan ni dónde terminan. “Redes infinitas”: sobre una inmensa superficie de tela negra, la artista iba pintando una red monótona de pequeños arcos blancos. Decenas de miles. Ahora esto puede verse en el MALBA, en la segunda sala de la exhibición. En aquel entonces, mientras los creaba, Yayoi sufrió episodios de psicosis. Pintaba sus “redes” sobre la tela, la mesa, el piso, las ventanas; sobre su propio cuerpo. No distinguía dónde terminaba la obra. “Un día los toqué y los arcos se arrastraron por dentro y por fuera de mi piel”, recuerda Yayoi. “Era el comienzo de un ataque de pánico. Llamé a la ambulancia, me llevaron de emergencia al hospital Bellevue. Desgraciadamente, este tipo de cosas me empezaron a pasar seguido, y regularmente llegaba en ambulancia al hospital. Los médicos me decían: ‘¿Vos? ¿De nuevo?’.”.

Esa serie de obras monocromas fue innovadora. Rápidamente la invitaron a exponer en las galerías neoyorquinas. Tuvo repercusión. Parte de sus objetivos comenzaba a lograrse. El otro –vivir la libertad del zeitgest , el espíritu de época que notaba a su alrededor, e incluso adelantarse a él– también.

El gran salto mediático y de reconocimiento público lo tuvo cuando comenzó a organizar, en 1967, sus escandalosas manifestaciones basadas en el nudismo, la psicodelia y la protesta política, sus performances, orgías y happenings sexuales. Pero todo esto empezó, realmente, con el “Festival del cuerpo pintado”, happening que realizó frente a la catedral de St. Patrick, en la Quinta Avenida. Allí, arrojando Biblias y quemando banderas estadounidenses, un grupo de jóvenes mujeres y hombres se sacaron la ropa y comenzaron a besarse, acariciarse y a tener sexo. A partir de entonces, la intensidad de sus performances fue in-crescendo. La televisión de Alemania Occidental la contrató inmediatamente para realizar un happening en vivo: Yayoi organizó una “escultura viviente”, un grupo de hombres teniendo sexo en una “habitación infinita” (efecto de los espejos que se reflejaban unos a otros, similar al de la instalación “Sala de espejos del infinito- Campo de falos”, ahora en el Malba).

“La sacerdotisa suprema de los lunares”, la llamaban por entonces a Kusama –los lunares ya eran su marca registrada–, reina, por un momento, del underground neoyorquino. Estaba decidido: la artista había dado un golpe de timón a su carrera y a su vida. Ahora sus obras estaban dirigidas al espacio público, a la calle, incluían estrategias vinculadas a la política, a las formas de protesta, a los medios masivos y al mundo comercial. Los “Festivales del cuerpo”, la “Habitación del amor”, las “Explosiones anatómicas”, tocaban el pudor público general e intrigaban, a la vez, a figuras claves de la alta sociedad norteamericana: nadie quería quedarse fuera de las sesiones-orgías de pintura. (Algo de este clima puede observarse en el Malba en la video-instalación “El autoborramiento de Kusama”, de 1967).

“Desde el punto de vista más tradicional, el sexo público y quemar banderas eran actos claramente indignantes, y a cada lugar que iba, la policía me seguía”, comenta Yayoi en su libro. “Pero nunca dejé que eso me perturbara. Tenía cinco o seis abogados aconsejándome, así como toda una legión de guardaespaldas hippies. Mi taller recibía constantes quejas y amenazas telefónicas. En parte fue por esto que algunos periodistas comenzaron a llamarme la “Reina de los Hippies”, asumiendo que yo me acostaba con todo el mundo. Pero en realidad, no tenía interés ni en las drogas ni en el lesbianismo; de hecho, no tenía interés en ninguna de las formas del sexo”. Aparece aquí otro de los grandes traumas de la artista: el terror al falo (en la muestra de Malba se ve, los penes de tela, blandos, fláccidos).

En 1973 Kusama volvió a Japón. Extenuada, debilitada, luego de años de intensidad máxima, su familia y amigos la negaron y despreciaron, como consecuencia del tipo de obras y vida que había estado llevando en los Estados Unidos.

Cinco años después, en 1977, Yayoi decidió instalarse en el neuropsiquiátrico Seiwa. Allí vive desde entonces. Frente a él tiene su taller. Es desde ese espacio que responde una última pregunta a Ñ :

Yayoi, si pudiera aconsejarle algo a un artista joven de América del Sur, ¿qué le recomendaría?
Le diría que piense acerca de la maravillosa posibilidad que podría brindarle la vida, si se saca de encima el temor a la construcción de una vida de entrega. Le aconsejaría que piense en su propia existencia dentro del universo, con amor y con paz, y más allá de países y regiones. Y que mientras tanto, mantenga sueños por cumplirse. Por último, le diría que se permita ser transformado por la grandeza de los demás seres humanos.

Son palabras de una artista que a cada minuto lucha con la muerte, reinventándose. Desde allí, Yayoi afirma: “Honestamente, éste es el mejor momento de mi vida”.

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