Un rostro agraciado puede inaugurar un brote de sensaciones, pero nunca dominaremos mas allá del instinto sustancial de poder llegar a comprender lo que esconde aquella imagen. Muchas veces es sintonía, es señal franca, directa y expandida que captamos a través de nuestros ojos, ventanas casi impenetrables y selectas a la hora de permitir cualquier entrada.
El milagro surge entonces, solo cuando por inercia del destino confluyen las palabras, verbalizaciones un poco desinfladas de lo que cada orificio de nuestro rostro puede atesorar dentro de él.
Y los que no preguntan, esos que se conforman solo con el superficial anuncio que difundimos, y que sin algún tipo de membrana delicada filtran y lo consumen, aprobando con sus certidumbres una postura torpe y estéril de lo que somos realmente. Dejándonos ambiciosos y a la expectativa de la aparición de alguien que nos logre revelar.
Y escondemos cualquier sugerencia de algún desengaño, de algún dolor, de alguna piedra que esté ensartada como daga sobre nuestra sien y que parezca que pueda llegar nadando por torrentes hasta nuestro torso. Anhelando no ser inmolado por aquella demora, mientras esta espina insípida alimenta solo porciones ajenas y contradictorias a nuestras convicciones.